Si sigues leyendo es probable que te empiece a caer mal, pero te sientas mejor persona.
Tenía siete años.
Segundo grado de preescolar.
Clase de lengua con la seño Aída. Una mujer a punto de jubilarse que viene a hacer una suplencia porque la seño Graciela estaba embarazada.
Tenía la piel blanca y arrugada. Pelo negro y con ese alisado duro de tantos años de someterlo a la planchita de calor.
“Para la semana que viene quiero que escriban una historia. Máximo de una hoja de los dos lados” – dice con una voz aspirada de cigarrillo.
– Ese es el primer recuerdo que tengo de la seño Aida. Ese es el recuerdo lindo –
Llegué a mi casa y me fui al taller de costura que tenía mi mamá en el fondo del patio. Era un lugar lleno de máquinas de coser de las de antes. Con los motores abajo de las mesas de madera. Hierro con agujas e hilos de todos colores.
Me senté en una que estaba frente a un ventanal, así la luz del sol alumbraba las hojas del cuaderno. Y me puse con la tarea.
Escribí una historia. No recuerdo cuál. Lo que sí recuerdo es que estaba hechizado. Tenía que espantar la imágenes con las manos porque no me dejaban ver los renglones donde escribía.
La mente de un niño a esa edad desborda de fantasía como los rollitos de la cintura con un pantalón ajustado.
Las imágenes se escapaban porque no cabían en la mente. Nunca más pude tener semejante experiencia psicodélica.
A la semana siguiente presenté mis seis hojas de historia. Sentía orgullo por la cantidad y por la experiencia. No había juguete más potente que ese.
Todos dejamos la pila de papeles en el escritorio de la seño Aída y seguimos con nuestras vidas de transpiración, mocos, tierra y pelotas de futbol.
Pasa una semana y devuelve los trabajos.
Y sin creerlo leí:
CERO : 0
En rojo y remarcado. Como si lo hubiera escrito con bronca y espuma en la boca.
¡Tuve mi primer cero!
Yo no sabía que a un niño de esa edad le podían poner un cero. Grande y rojo.
Rayas rojas en diagonal intentando tapar el horror que la maestra había leído.
“¡Esto no es lo que pedí! ¡Pedí una hoja de los dos lados! ¡Lo tienes que hacer de nuevo para la semana que viene!”
Me sentí aplastado. Aún recuerdo el aliento a cigarrillo que le salía de lo profundo de su garganta y sus muelas cuando acercó su boca a mi nariz para gritarme.
Algo se había despegado en mi. Como cuando uno tiene un pedazo de piel que sobresale y tira, pero agarra más superficie de la pensada y se lleva un poco de carne con sangre.
– Y ese es el segundo recuerdo que tengo de la seño Aída. Ese es el feo –
De hecho. No tengo más recuerdos de nada relacionado con la escritura o las historias. Ni siquiera si lloré o si me enojé.
Durante más de 20 años quedó borrada la idea de que existía ese mundo de las letras. Y que me encantaba.
Hasta hace poco.
Resulta que tuve una crisis, al parecer un poco más profunda que las anteriores, y me revivió la historia de la seño Aída.
– lo de las crisis te lo cuento otro día –
Pero de esa erupción volcánica emocional apareció el recuerdo de mí espantando esas imágenes sentado en la máquina de coser de mi mamá.
A partir de ahí empecé a escribir nuevamente.
De hecho. Es lo que hago todos los días. Cuento una historia breve a la gente que le gusta salir de un mundo y entrar en otro.
Son tres minutos donde dejas la historia que la vida te está contando y te zambulles en una historia que a veces duele, pero al menos no es la tuya.
A veces excita: pone duro lo que hay que endurecer y humedece aquello que hay que secar con los dedos. Cuidado donde lo lees.
Suspenso es para leerlo con una luz prendida, las puertas cerradas y con la llave puesta para que haga ruido si alguien de afuera la empuja.
Te cuento todo esto porque las personas que están en mi lista:
- Pueden leer un relato breve diferente todos los días.
- Dejan por un rato este mundo y se meten en otro
- Comentan conmigo sus historias. Porque a veces los lectores solemos tener un escritor dentro.
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